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lunes, 22 de diciembre de 2014

Quetzalcóatl vs. Santa Claus



El 27 de noviembre de 1930 apareció en la primera plana de los diarios de mayor circulación nacional una noticia navideña: “Quetzalcóatl será el símbolo de la Navidad en nuestro país”. Sí, el licenciado Carlos Trejo y Lerdo de Tejada, promotor oficial de la idea y a la sazón subsecretario de Educación, explicaba a la prensa:
“Ayer tuve el honor de comer con el señor Presidente de la República [Pascual Ortiz Rubio] y durante la comida acordamos la conveniencia de substituir el símbolo de Santa Claus por el de Quetzalcóatl, divinidad que sí es mexicana”. Pero –preguntaron los periodistas- “¿Qué se busca con este cambio?”, a lo que el funcionario contestó: “engendrar en el corazón del niño amor por nuestra cultura y nuestra raza”.
A la mañana siguiente la noticia del día señalaba: “Quetzalcóatl arma alboroto”. ¿Iba a repartir regalos a los niños una “piedra emplumada”? ¿Se usaría a un “dios pagano” para celebrar el nacimiento de Cristo? ¿Cuánto más tendrían que aguantar los buenos católicos de los gobiernos revolucionarios?
La indignación se desahogó en la burla. En una caricatura, un par de serpientes ven pasar a otra muy altiva mientras comentan: “¿No te respondió la serpiente esa?, No, mi hermano, ora se ha puesto re orgullosa con eso de que en la Navidad le van a dar la chamba del ‘Santa Claus mexicano’”. Y en el cuento “El Cuartelazo de Quetzalcóatl”, se describe a un violento dios prehispánico que conspira a la manera de los caudillos revolucionarios, con el subsecretario Lerdo y otros conjurados (como Rubén M. Campos, el folklorista), para “pasar por armas” al “extranjero” Santa Claus, quien, mientras tanto, ordena despreocupadamente juguetes para los niños mexicanos.
La oposición a la iniciativa oficial parece que fue general, pero se encontró sobre todo entre quienes veían la imposición de Quetzalcóatl como un nuevo atentado a la religión católica, demasiado cercano al doloroso episodio de la Cristiada.
Sin embargo, los defensores de Quetzalcóatl esgrimían razones contundentes a cada reticencia para sustituir al “exótico” viejito. El mítico héroe reunía todas las virtudes: era sabio, civilizador, artista, honesto, pacífico, divino, y hasta cristiano, pues no se había olvidado la sospecha de que realmente hubiera sido el mismísimo Santo Tomás, que habría evangelizado a los indígenas americanos antes que la corona española.
José Juan Tablada, desde Nueva York, fue un entusiasta del legendario personaje. En su opinión, Quetzalcóatl pertenecía legítimamente a la tradición indígena y la cristiana y, por lo tanto, no podía ser más “nuestro”, además de que sus virtudes y ejemplo inspiraban “reverencia y amor”. Por su parte, la defensa oficial del nuevo símbolo apelaba al sentido común: ¿Cómo podían sentirse identificados los niños mexicanos con un “anciano vestido de pieles, señor de un trineo que se desliza sobre la nieve”, de claro tipo “sajón o ruso” y que no se ensucia “con el hollín de las chimeneas”? No. En México, un país “donde sólo existe la nieve en las neverías, donde los hombres visten telas delgadas” y donde jamás se ven trineos, era ilógico que se aceptara a Santa Claus. Además, se decía, este Santo había sido una importación del porfiriato que olía demasiado a intromisión extranjera y, en estos tiempos de “campaña nacionalista”, el gobierno asumía la defensa de todos los productos mexicanos, incluida la producción cultural.
Total que, contra burla e indiferencia, el proyecto oficial siguió adelante y el 23 de diciembre de ese año se celebró el anunciado festival en el Estadio Nacional, donde Quetzalcóatl entregaría dulces, regalos y “sweaters rojos” a 15 mil niños mexicanos. Para la ceremonia, se construyó una “imitación del templo donde Quetzalcóatl recibía el homenaje de su tribu” y se invitó a delegaciones de la Cruz Roja, la Asociación de Protección a la Infancia, todo el cuerpo diplomático, al gabinete gubernamental y al Presidente y su distinguida esposa.
Ese día, Quetzalcóatl llegó puntualmente a las cuatro de la tarde. Después de que la concurrencia entonó el Himno Nacional, el dios subió a su templo y recibió el homenaje de su corte de honor: sacerdotisas, tehuanas, aztecas, indios de Veracruz y Tlalnepantla. Después se inició la fiesta. El primer número lo tuvieron los Reyes Magos. Siguieron los juegos de “cintas” de los alumnos de la Casa del Estudiante Indígena. Muy pronto, relatan las crónicas, “el templo estaba materialmente lleno de aztecas, indios, chinas poblanas, sacerdotes” que, al son de los tambores, “bailaban rítmicamente”. Quetzalcóatl cumplió con su encomienda, repartió regalos a miles de niños y, al ritmo de los acordes del Himno, la ceremonia se dio por concluida. Los honorables invitados se retiraron y, después de esa Navidad de 1930, el “Santa Claus Mexicano” nunca más volvió a ver a los niños subir por la escalinata de su Templo, en busca de los regalos que salían de su ayate divino.

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